Día caluroso, el sol nos castiga la nuca y nos seca la garganta. Nos deja tiesos en el sofá, sin ganas de mover un solo músculo en busca de algún líquido que calme nuestro sediento cuerpo.
Aprovecho la brisa gratuita que entre estación y estación refresca mi mente un más que ligero aire acondicionado, que convierte el metro en una nevera rodante.
Momento en que mis neuronas, en proceso de congelación, han decidido brotar en una reflexión veraniega.
Pocas ganas de dar consejos sordos, de intentar despertar consciencias cuando lo que está seca es la razón.
Es momento de poner a la sombra esos anhelos de prototipos ideales de personas. Esas que vagan por los mundos de Yupi y que se amontonan en muchas cabezas recalentadas en las pasarelas veraniegas. Esas playas que en esta época del año se abarrotan de tatuajes y músculos exteriores.
El sol calienta cascos y suelta testosterona, inflama bañadores que se hinchan de deseos húmedos. Será para apagar los incendios internos de más de uno…
Cuantos deberían volver a casa en metro para calmar esos calores. Ideal para refrescarnos cuerpo y mente, para reflexionar con lucidez y si llevamos un botellín de agua darnos un toque de frescor interno.
La reflexión de hoy es muy evidente, el calor hace sudar, el sudor es agua y toxinas que el cuerpo elimina. Por regla de tres simple, si las toxinas dañan el cuerpo y las neuronas son parte de ese cuerpo, podríamos decir que en verano somos menos tontos que en invierno. Nuestras neuronas estarían más sanas.
Pues no, yo sigo viendo al tonto más tonto y al listo convertido en un listeras. El verano lo único que hace es más visible todo. Será que nos estamos haciendo más viejos y las arrugas son las consecuencias de tomar mucho el sol…